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Antidepresivos: así ha conquistado el mundo un fármaco que ‘no funciona’

Pedro Ruiz| 27 de enero de 2023

Los antidepresivos son quizás la clase de medicamentos más singulares de los que se dispone actualmente. Y es que no hay ningún otro que tenga una aceptación tan grande, entre un 10% y 15% de la población mundial dice tomarlos, junto a un retorno económico récord, de hecho, el Prozac (el primer gran antidepresivo comercializado) probablemente sea el medicamento más rentable de la historia. Mientras que a la vez se desconoce realmente tanto cómo funcionan cómo sus verdaderos efectos beneficiosos para la gran mayoría de los pacientes. De hecho, los últimos estudios publicados calculan que solo sirven de ‘ayuda’ a uno -o como muchísimo dos- pacientes de cada diez, mientras que al resto le producen efectos secundarios no deseados.

Así, la pregunta obvia es: ¿Cómo es posible que todavía se receten miles de millones de medicamentos que no solo no ayudan, sino que perjudican a los pacientes? Para encontrar la respuesta hay que acudir precisamente a aquellos que se benefician de ellos: las grandes multinacionales farmacéuticas y, en menor medida, a los científicos que estudian tanto la enfermedad como los resultados de usar los antidepresivos. Al final, ese enorme retorno económico genera unos incentivos perversos que han generado una distorsión de la que ahora es muy difícil salir. 

 

LOS ANTIDEPRESIVOS APENAS SUPERAN AL PLACEBO EN LA MAYORÍA DE LOS CASOS

Quizás la pregunta más importante que actualmente está encima de la mesa es si realmente funcionan. Al fin y al cabo, si es que sí, el resto de factores son secundarios. Pero con los últimos datos a la vista, la respuesta parece ser que no, al menos, para la gran mayoría que los toman. Así, en 2022, el BMJ (anteriormente denominado, British Medical Journal) publicó un desglose completo de los estudios presentados ante la Administración de Alimentos y  Fármacos de Estados Unidos (FDA) entre 1979-2016 con datos desalentadores.

El estudio descubrió que los placebos reproducen la mayoría de los beneficios de los antidepresivos. Entre los pacientes levemente deprimidos, que comenzaron los ensayos con una puntuación de 13 a 17 en la escala de calificación de depresión de Hamilton, la referencia más usada, mejoraron en 7,1 puntos en promedio frente al 6,1% de mejora de aquellos que usaron placebo. Para los pacientes gravemente deprimidos, con puntajes iniciales superiores a 22, la diferencia fue de 2,2 puntos, aún más modestos porcentualmente: 11,3 para los medicamentos y 9,1 para un placebo.

 

Apenas el 15% de los pacientes tratados obtienen una mejora sustancial que corrobore la toma de dichos fármacos.

 

Lo anterior se resume en pocas palabras: apenas el 15% de los pacientes tratados obtienen una mejora sustancial que corrobore la toma de dichos fármacos. Mientras, todos ellos, tanto los que se benefician como los que no, tienen que hacer frente a efectos secundarios que con la edad pueden ocasionar importantes problemas para la salud. Y entre todos ellos el más importante es el de la alta adicción que generan, lo que hace que dejar de tomarlos sea muy difícil y en algunos casos contraproducente.

 

¿CÓMO ES TODO ESO POSIBLE?

Principalmente, por la conjunción de dos factores: la dificultad de la materia tratada y los enormes réditos económicos que genera la venta de antidepresivos. Empecemos por el primero, volvamos a 1960. En ese momento, aparecen en escena los primeros fármacos de este tipo, denominados tricíclicos, en respuesta a la llamada hipótesis de la serotonina que venía a decir que la falta de dicha molécula señalizadora era la causa principal de la depresión. Pero aquellos fármacos primigenios eran peligrosos, de hecho, elevaban el peligro de muerte por sobredosis.

Más tarde, aparecieron los llamados inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), que se centraban en bloquear específicamente los transportadores de serotonina, con ello se lograba que la molécula no fuera reabsorbida manteniéndola por más tiempo en el cuerpo. Aquello fue una revolución y pronto se convirtieron en los fármacos de cabecera para médicos, que los recetaban como si fueran golosinas, y pacientes que lo solicitaban en cualquier circunstancia. Pero ni en ese momento, ni todavía ahora se ha logrado confirmar que la hipótesis de la serotonina es cierta y que los ISRS eran la verdadera solución para muchas enfermedades mentales.

 

INVESTIGADORES Y FARMACÉUTICAS FRENARON LA PUBLICACIÓN DE ESTUDIOS DUDOSOS

Aquí surge la gran duda: ¿Cómo se podía recetar y vender fármacos cuyos resultados eran tan pobres? La respuesta es que tanto científicos como farmacéuticas procuraron frenar la publicación de resultados en contra de los antidepresivos. Los primeros porque el hecho de encontrar que un fármaco funciona hace que el estudio en cuestión tenga más probabilidades de publicarse y ser citado. Los segundos porque los réditos económicos fueron enormes hasta el punto que durante décadas tuvieron el monopolio de publicación de dichos informes. Incluso, incluyendo pagos a muchos psiquiatras reconocidos (como veremos con el caso de Robert Spitzer).

Así, un análisis de los antidepresivos aprobados por la FDA en Estados Unidos encontró que, entre los 51 ensayos relevantes citados en artículos académicos entre 1985 y 2006, la agencia había clasificado 37 (el 73%) como que arrojaron “evidencia sustancial de eficacia” . Otros 11 (el 22%) no cumplieron con este estándar, pero aun así promocionaron un resultado positivo. Por el contrario, los resultados de 23 ensayos de estos medicamentos que no se publicaron hablaban abiertamente de que los fármacos no funcionaban. En definitiva, “los estudios que hacen que los medicamentos parezcan útiles tienen muchas más probabilidades de aparecer en revistas que aquellos que muestran poco efecto”, concluía un análisis realizado por The Economist.

 

Robert Spitzer.

 

Finalmente, el papel de las empresas también ha sido crucial. En primer lugar, porque durante años las farmacéuticas fueron la principal fuente de investigación sobre los ISRS y tendían a no publicar en revistas científicas los resultados de los ensayos clínicos que arrojaban dudas sobre la utilidad de sus productos. Una práctica que sesgó las publicaciones y que obligó a intervenir al regulador. De hecho, ahora exige a las empresas enviar todos los datos recopilados durante sus ensayos, poniéndolos a disposición de otros para que los examinen.

 

ROBERT SPIZER Y LA REINVENCIÓN DEL NEGOCIO FARMACÉUTICO

En segundo lugar, vendría ese cambio radical en torno al diagnóstico y tratamiento que cambió para siempre a las enfermedades mentales y al negocio que generan. Volvamos a 1970, cuando las cosas no parecían irle tan bien a las firmas farmacéuticas. Por aquel entonces, Henry Gadsden, director ejecutivo del gigante Merck & Company (ahora valorado en 280.000 millones) entre 1964 y 1976, lanzó un grito de auxilio al reconocer que la base de clientes se estaba estrechando, lo que ahogaba económicamente al sector. 

La respuesta, sin embargo, no tardaría en llegar. En 1980, se presentó lo que se convertiría a la postre en el documento más importante para tratar las enfermedades mentales: la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales (DSM-III, por sus siglas en inglés), escrito por el psiquiatra Robert Spitzer y su equipo. Aquel informe se presentó en la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA)

El nuevo manual dio un giro radical en la forma en que la enfermedad mental sería definida y diagnosticada en un futuro. Así, el DSM III añadió listas de verificación de síntomas que permitían un diagnóstico directo e inequívoco, a través de nuevas clasificaciones de las enfermedades ya conocidas e incluyendo nuevos desórdenes. De hecho, introdujo 265 categorías diagnosticables, logrando que la teoría y la práctica de la psiquiatría cambiase para siempre. También, de forma indirecta (o directa, quien sabe) extendió enormemente la base de potenciales enfermos mentales, más o menos graves, que debían de ser tratados. 

 

Tres décadas después de publicarse el DSM III, los encargados de reinventar el análisis y tratamientos de las enfermedades mentales acusaron a Spitzer de tener “un interés económico personal en contra de los datos médicos”

 

En aquel momento, Gadsden y el sector farmacéutico borraron de un plumazo sus problemas, mientras que Spitzer se convirtió en una de las grandes figuras del sector. Pero la polémica siempre acompañaría a aquella publicación. Al sector, porque sigue colocando productos que no parecen ayudar a todos los pacientes que deberían; y a Spitzer y otros colegas suyos, por sus intereses ocultos. De hecho, tres décadas después, los encargados de reinventar el análisis y tratamientos de las enfermedades mentales le acusaron de tener “un interés económico personal en contra de los datos médicos”. Unas acusaciones que aumentaron la presión cuando el propio Spitzer reconoció que había “recibido regalías del sector”

 

LOS ANTIDEPRESIVOS: LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO

Pese a que fue el DSM III el manual que cambió la industria, las acusaciones sobre las regalías recibidas por Spitzer serían por su posición frente al siguiente manual (el DSM IV). En concreto, sus detractores entendían que las farmacéuticas habían pagado al reconocido psiquiatra para criticar duramente el nuevo texto, ya que limitaba muchas de las características del DSM III y con ello se ponía en riesgo el negocio multimillonario incipiente del sector. Y es que poco después de aquel punto de inflexión que había creado el DSM III, el gigante farmacéutico Lilly sacó al mercado (en la mitad de tiempo que cualquier otro medicamento convencional) su famosísimo Prozac. 

El Prozac forma parte de esos nuevos antidepresivos ISRS, que aparecieron a partir de la famosa reunión de la APA en 1980. Prozac, el fármaco estrella de Lilly, salió al mercado en 1986. Cinco años más tarde, la FDA aprobó el antidepresivo de Pfizer denominado Lustral (también conocido como Sertralina). El resto de grandes firmas les seguirían logrando aprobar los suyos propios. Al final, ya en la década de los 90, el consumo de los antidepresivos se generalizó hasta convertirlos en un modo de vida para muchos.

La gallina de los huevos de oro a la que nadie parece dispuesto a renunciar. Las grandes farmacéuticas en su momento pelearon en los tribunales la extensión de sus patentes. Lilly (ya como Eli Lilly) batalló judicialmente cada palmo de terreno para mantener la patente de su Prozac, que por aquel entonces generaba 2.500 millones de dólares anuales. Ahora, es el turno del resto del sector -que incluye a muchas firmas que sacan al mercado antidepresivos genéricos-, y que no están dispuestos a renunciar a beneficios multimillonarios, aunque eso suponga un grave problema para muchos millones de personas.

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