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El misterio de la palabra perdida

Miguel Angel Gomez| 18 de enero de 2025

Dicen que para chapurrear un idioma basta con 300 palabras. Digo chapurrear porque hablar, lo que se dice hablar, ya es otra cosa. Desconozco si será suficiente para otros idiomas, pero me niego a aceptar que eso sea aplicable al español, que con sus casi cien mil palabras registradas en el diccionario de la Real Academia Española es un festín de posibilidades que premia tanto a quien lo habla con soltura como a quien disfruta escuchándolo. 

Y es que el matiz que aporta una palabra frente a otra con significado aparentemente similar es lo que precisa, enriquece y, en definitiva, da vida al lenguaje. Si renunciamos a él, ¿qué nos queda? 

Pero hablar bien no solo consiste en evitar tropezones lingüísticos. Es un arte que bordea la orfebrería: elegir la palabra exacta, la cadencia precisa, el tono adecuado. Hay oradores, y hasta simples conversadores, que consiguen que el oyente desee que nunca se callen. No porque digan cosas especialmente sublimes, sino porque su lenguaje fluye como un buen vino servido con decantador. En cambio, otros hablan como quien raspa una pizarra con las uñas; y no es solo una cuestión de lo que dicen, sino de cómo lo dicen: palabras huecas, frases atropelladas, o ese tono plano que lleva a quienes los escuchan a desear que el sonido del tráfico se imponga de inmediato. 

Hace tiempo que reflexiono sobre la importancia de elegir la palabra precisa en cada situación. Ni rebuscada ni vulgar, simplemente adecuada. Y es en esos momentos cuando me viene a la mente el personaje al que da vida Nicole Kidman en La intérprete (2005), advirtiendo de que “la palabra equivocada, dicha en el momento equivocado, puede encender una guerra”. Y tiene toda la razón. Las palabras tienen peso, tienen consecuencias. Elegir mal una palabra puede arruinar un negocio, romper una amistad o, como advierte la película, desencadenar un conflicto. No se trata solo de hablar bonito, sino de hablar con precisión. 

Y aquí, inevitablemente, aparece la trampa del tiempo. Porque, a medida que uno acumula experiencias —es decir, cumple años—, empieza a fallar la maquinaria. Te encuentras en mitad de una frase brillante y de repente… se evapora el adjetivo que coronaría tu argumento. “Lo tengo en la punta de la lengua”, dices. La mirada del interlocutor se transforma, primero en expectante, después en colaborativa. Porque claro, quien te escucha se siente en la obligación de ayudar: “¿Te refieres a… increíble, estupendo…?”, te dice, mientras tú niegas con la cabeza, medio agradecido y medio desesperado. Y ahí está el peligro: no encontrar la palabra puede hacerte desistir de la búsqueda y conformarte con un término más pobre que devalúa lo que quieres expresar. 

Juan Gómez-Jurado, protagonista en este número de la revista, lo aprendió desde niño. Su padre le inculcó una lección que después trasladó a sus propios hijos: “Expresarse correctamente es como salir duchado a la calle”, les dice. Y no es solo cuestión de estética, sino de respeto. Por supuesto, esto no significa que debamos convertirnos en pedantes insufribles que coleccionan palabras raras como si fueran cromos. Pero tampoco deberíamos caer en el otro extremo: renunciar al término exacto por miedo a sonar pretenciosos. 

Volvamos al principio. ¿300 palabras? Eso es como pretender resumir el Quijote en una servilleta. Nuestra lengua merece más respeto. Es un patrimonio vivo, un tesoro que nos conecta con Cervantes, con Lope de Vega, con Galdós, y también con nuestra abuela, que decía “tiesto” en lugar de “maceta”. Nuestra lengua merece que la valoremos, que la cuidemos y que la utilicemos con precisión. Hablemos con el respeto que merece quien lleva siglos siendo nuestra mejor herramienta para entendernos, querernos y, por qué no, escucharnos.

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