Quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Hoy más que nunca, esta frase atribuida al filósofo estadounidense de origen español, Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, y que preside la entrada del campo de concentración nazi de Auschwitz, cobra especial relevancia. A lo largo de estas semanas, la invasión rusa de Ucrania nos ha hecho revivir unos horrores que los europeos creíamos olvidados tiempos atrás, pero que la realidad, tozuda y despiadada, nos ha demostrado más vigentes que nunca. Y no podemos dejar de encontrar paralelismos inquietantes con épocas no tan lejanas.
Existe una obra del pintor Francisco de Goya que reza “el sueño de la razón produce monstruos”. No es casualidad que forme parte de la serie Los horrores de la guerra. Tras la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial, un cabo austríaco llamado Adolf Hitler hizo de los sufrimientos germanos, antes y después del conflicto, el argumento para elaborar una de las ideologías más macabras e inhumanas de todos los tiempos. El Partido Nacionalsocialista canalizó el sentimiento de revancha y resentimiento por la derrota del Reich hacia colectivos de personas y países sobre los que descargar la ira y frustración colectiva por una capitulación que entendieron vergonzosa, manida por unos líderes a los que veían como traidores a un ejército y a un pueblo que había luchado valerosamente sin ser derrotado en el campo de batalla. Después de 1918 vinieron unos años de hambruna y miseria sin precedentes. Die Volksdeutsche solo necesitaba una excusa y Hitler se la dio. El sueño de la razón produjo el monstruo del régimen nazi, aupado en el caballo de la revancha.
Quizás las ansias de libertad de muchos ciudadanos soviéticos en los años 90 del siglo XX, encarnadas por Gorbachov y la Perestroika, no fuesen tan ampliamente compartidas por otros sectores de la población rusa, sobre todo aquellos más beneficiados por el régimen comunista que, con la caída de la URSS, vieron desplomarse un ideal que pensaron incontestable. La frustración ideológica, unida a décadas de hambre y oprobio nacional al contemplar la debacle de Rusia como superpotencia, cristalizaron en otro oscuro personaje curtido en el KGB y los sótanos de la Lubianka, que supo canalizar las aspiraciones de una nación ofendida que quería resucitar el Imperio Ruso. Vladimir Putin es, sin duda, el Hitler de nuestro tiempo.
Y entre ambos paralelismos, más coincidencias. En ambos casos, la inacción prolongada de quienes debían detener este cáncer produjo el envalentonamiento del agresor. Pero esta estrategia de apaciguamiento ya sabemos cómo terminó con Hitler. Mientras el foco de la Sociedad de Naciones, Chamberlain y Daladier, se ponía en dejar vendidos y permitir a dos aliados como eran España y Checoslovaquia en manos del fascismo o de regímenes títeres, los nazis preparaban el asalto a Polonia. El resto ya es Historia y se llama II Guerra Mundial.
Estamos en el límite de poder evitar una III Guerra Mundial. Y ello pasa por no dejar caer a Ucrania.
Todos los expertos coinciden en que la tibieza de las democracias occidentales en la defensa de la República Española y la traición al gobierno checo en la cuestión de los Sudetes precipitaron la conflagración universal. Ahora empezamos a darnos cuenta de que Ucrania es, a los tiempos actuales, lo que España fue en los años 30. Y que la Bielorrusia de Lukashenko es el equivalente de la Austria que Hitler se anexionó. Nunca debió permitirse la ocupación de Crimea por Rusia en 2014. Y si dejamos caer a Ucrania y hacemos de Donetsk y Lugansk los nuevos Sudetes del siglo XXI, no nos quepa duda de que la nueva Polonia del 1 de septiembre de 1939 podríamos encontrarla hoy en los Estados bálticos, Finlandia o incluso Suecia. Estamos en el límite de poder evitar una III Guerra Mundial. Y ello pasa por no dejar caer a Ucrania.
Porque si abandonamos a “uno de los nuestros”, tal como definió Ursula Von Der Leyen a los ucranianos en referencia a que son europeos y los queremos dentro de la Unión, la disuasión de la OTAN y la UE dejará de ser creíble para Putin, el Hitler de nuestro tiempo, y el frente de batalla pasará de Kiev a Varsovia o Berlín. Y en este escenario, con armas nucleares de por medio, el fin de la contienda podría ser el vislumbrado por Albert Einstein cuando respondió a la pregunta sobre qué armas pensaba que se utilizarían en la III Guerra Mundial: “No lo sé, pero en la IV Guerra Mundial, sin duda, palos y piedras”.
Y no olvidemos que, ante un holocausto nuclear, un futuro en el que aún quedasen seres humanos para blandir palos y piedras sería un futuro optimista.
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