Ignacio Goitia, el nuevo renacentista
Ignacio Goitia: dandi, gran dibujante, diseñador de pañuelos y vajillas, muy pronto de joyas…, pintor de amplios frescos. No pone límites a su desarrollo y lo extiende al comercio con dos tiendas premiadas por su belleza: galerías personales donde mostrar su universo.
Su padre era ingeniero industrial y su madre estudió Magisterio cuando se cansó de ser una señora de su casa. Pero ella dibujaba tan bien que su abuelo la premiaba con 100 pesetas por cada dibujo. A Ignacio desde niño le gustaba pintar. “No era el mejor de la clase. Dibujaba bien, pero había otros que lo hacían mejor que yo. Por eso nunca me he creído nada…”.
Reproducía imágenes infantiles de Disney hasta que su madre le dio el primer consejo esencial para su destino: “Te ha quedado muy bonito, pero es una copia que no va a ningún sitio. Imagínate que tienes que pintar algo sobre este verano. A ver cómo lo haces”. Y el Ignacio niño empezó a soltar la imaginación.
¿Así comenzó tu vocación?
Influyeron mucho los viajes que hacíamos en coche toda la familia durante uno o dos meses a recorrer Italia, por ejemplo. Esos viajes cambiaron mi vida en relación con el arte porque me apasionó tanto todo lo que veía en Florencia, en Roma, en Pompeya, que aquello me cambió. Cuando luego volvía al colegio y me iban explicando Historia del Arte, ya lo había visto todo. Ya lo conocía como experiencia vital, quería saber más y me iban contando más. Pero me interesaba tanto por haberlo visto, y eso fue muy importante.
Fue un flechazo con la belleza.
Más bien con el arte en general y su lenguaje. No solamente la parte estética del arte, sino su relación con la vida y lo real, con su mensaje y su uso propagandístico para el comitente que lo encarga. Lo interesante no es ver un cuadro que cuelgas en la pared y dices “qué bonito”, “qué feo” o “qué bien proporcionado está”, sino el ‘todo’ del arte, el porqué de esos cuadros. Íbamos al Louvre, por ejemplo, veía La libertad guiando al pueblo y preguntaba: “¿Y esto?”. Entonces me explicaban el contexto histórico en que lo pintó Delacroix. O veía en La Primavera de Botticelli a la ninfa Cloris que se transforma en Flora y decía: “¿Por qué le salen flores por la boca a esta señora y no se atraganta?”. Y así me lo iban contando todo.
Esa curiosidad infantil no dejó de crecer. Fuiste licenciado en pintura por Bellas Artes y doctor en Historia del Arte.
Cada vez quería saber más. En las clases de Historia del Arte, ya en BUP y COU, me ponía en primera fila porque no me quería perder nada; en la Facultad de Bellas Artes, lo mismo. Lo devoraba todo y lo que iba aprendiendo me servía luego de inspiración para cuadros y para mis viajes. El verano del año en que dimos el Renacimiento en la facultad, me cogí todos mis libros y fui a Florencia un par de meses a estudiarlo todo, a sentirlo de verdad y a comprenderlo allí. Después, con el Barroco, lo mismo: en el siguiente año me fui a Roma con todos mis libros del Barroco y me sabía todas las iglesias, los arquitectos, los planos urbanísticos que se habían hecho en Roma. Era pasión por entender.
La arquitectura monumental aparece en tus obras, habitualmente descontextualizada. ¿Por qué te llaman los grandes edificios?
Esa capacidad humana de hacer grandes construcciones me interesa. Ya las hacían persas y egipcios, pero considero que Roma es más propiamente la cuna de nuestra civilización y de ahí nos viene casi todo. Siempre me han interesado esos juegos de poder, la grandiosidad y la propaganda que hay detrás de esas arquitecturas para que a uno le hagan sentirse pequeño y que el emperador sea mucho más poderoso. O que las iglesias sean gigantes para que tú te sientas enano y la iglesia te controle más.
Tu serie Jirafas ironiza al indicar que los monumentos se ajustan al volumen de esos animales mejor que al de los hombres.
No quería pintar edificios vacíos solo porque me guste la arquitectura. Tenía que encontrar algo que le diera un sentido y aportara algo más, y estando en Inglaterra de Erasmus empecé a jugar en fotomontajes con el tema de las jirafas. Ahí empezó toda esa serie.
A lo largo de tu camino, ¿hubo algún artista moderno como referencia?
En los primeros años de Bellas Artes, hice algunos cuadros con cierta influencia daliniana. No me gusta decirlo porque es algo muy evidente, Dalí estaba desprestigiado en aquel tiempo y, además, eso me lo quité rápido. En la facultad, los profesores me iban enseñando referentes contemporáneos: David Hockney por el color y su forma de pintar más pop; Gerhard Richter y los paisajes corridos que hacía… Pero yo no quería saber nada de eso. Yo me iba atrás. En Florencia iba a la Galería de Arte Moderno que está en el Palazzo Pitti, donde todos los cuadros son del siglo XIX. Aquellos personajes con bigote y patillas me apasionaban. O me iba a ver toda la escuela del Renacimiento, o del Barroco. Siempre me he ido inspirando hacia atrás más que en el siglo XX.
¿Reniegas del siglo XX en el arte?
El siglo XX, con las vanguardias, supuso una ruptura fundamental para aquellos artistas. Tenían que experimentar nuevos lenguajes en ese momento. Pero mi teoría es que esa ruptura se ha convertido luego en Academia, cerrando las puertas a otras formas de expresión con el prejuicio de denostar toda relación con el pasado. Por eso yo quise prescindir de aquello y hacer como una continuación partiendo de lo anterior a esas vanguardias.
¿Mezclas motivos de Oriente y Occidente por razones estéticas o más amplias? Lo digo porque has criticado el trato que reciben los inmigrantes según sean ricos o pobres.
En primer lugar, es la estética, porque es la que llama la atención y atrae la mirada del espectador con una imagen potente. Eso va a hacer que se pare y luego pueda reflexionar sobre la diversidad. Pero me interesa a nivel humano, social y a todos los niveles. Es una crítica de la hipocresía que hay con el tema de la inmigración. España ha sido un país de emigrantes. Por eso tengo el cuadro Buscando hacer fortuna, donde hay unos dantzaris (bailarines vascos) delante de una puerta con unos elefantes tallados como la del zoológico de Berlín, y una pagoda china. Hace referencia a ese zortziko (canción) que dice “Buscando hacer fortuna, como emigrante se fue a otras tierras”. El pueblo vasco emigró en su día para hacer fortuna. Después unos han vuelto con más y otros con menos fortuna, pero que no se nos olvide que también hemos emigrado y nos han tratado mejor o peor, como a las señoras que iban a París a limpiar casas y vivían en azoteas, las Conchitas. Que se regule bien o mal es otro asunto, pero no lo olvidemos cuando nos viene gente aquí.