Íñigo Urrechu: «No me gusta que me llamen chef, yo soy cocinero»
Al frente de siete restaurantes y con 35 años entre fogones cumplidos –precisamente el día en que le entrevistamos–, Íñigo Pérez es conocido por el nombre de la localidad guipuzcoana que le vio nacer y se declara “un loco de la gastronomía”.
Ningún día duerme más de cinco horas, y si le dan las dos de la mañana preparando un business plan en el ordenador de casa le parece bien porque “no es mi trabajo, es mi vida”. Siendo “de caserío”, más que el asfalto le inspira hacer deporte bien temprano en la naturaleza de Pozuelo de Alarcón, donde inició su periplo madrileño. Allí tiene Urrechu (el primer restaurante que levantó), El cielo de Urrechu y UZalacaín, de catering y eventos. Su día comienza visitando esos locales antes de las diez para evitar el atasco de entrada a Madrid, donde luego visitará su restaurante en la calle Velázquez y la joya de la corona, Zalacaín, además de una parrilla en La Moraleja. En verano crece el ajetreo en el Erre Don Pepe de Marbella, donde también se le requiere.
“No me gusta que me llamen chef, empresario o propietario. Me gusta que me llamen cocinero, que es mi profesión. El que haya reunido diez pesetas y junto con dos amigos hayamos montado una cosa, y luego hayamos derivado en todo este grupo… se llama evolución, pero mi profesión es cocinar”, afirma.
Corría el año 1987. Íñigo tenía solo 17 años, y en su casa (padre empresario, madre maestra) se cocinaba mucho, formando un chirimiri gastronómico que se convirtió en pasión. Así de joven empezó con Martín Berasategui, y Martintxo se volcó tanto en él que, en solo dos años, le hizo su primer jefe de cocina canterano. Aquello le dio un conocimiento completo de todos los departamentos de un restaurante, y su paso por Francia y restaurantes de alto nivel completaron su formación.
“Yo no tengo restaurantes, sino casas”, afirma. “Cuando invitas a un amigo a tu casa quieres agasajarle y que salga loco de contento. Por eso, mi obsesión es no defraudar. Los que llegan a mis casas han depositado muchas ilusiones antes de venir. ¿Y quiénes somos nosotros para defraudarles?”.
“No tengo trabajadores, sino compañeros y amigos. No hago ofertas de trabajo, propongo proyectos de vida e intento hacerles un traje a medida para que sean felices”.
El discurso de Íñigo Urrechu es torrencial, como si se hubiera caído en la marmita de poción mágica que dio a Obélix su fuerza inextinguible, pero a Íñigo le hubiera proporcionado una euforia y una actividad arrolladoras. Enfoca con el mismo ánimo su faceta empresarial. Forma con sus dos socios una ‘familia’ curtida en dos crisis y con una nómina de 256 personas: “Yo no hablo de trabajadores, sino de compañeros y amigos. Me sé los nombres de todos, porque no se puede decir ‘oye, chica’, o ‘chaval’… En muchos casos sé cómo se llaman hasta sus hijos. No hago ofertas de trabajo, propongo proyectos de vida, intentando hacerles un traje a medida para que sean felices”.
Con tantos locales, ¿cómo decides cada menú?
Nuestra cocina se basa en tres cosas: buen producto, porque sin materia prima no existe la cocina; técnicas actuales para renovar recetas históricas, y una gran dosis de cariño. Partiendo de ahí, cada carta es distinta porque cada restaurante tiene públicos diferentes, aunque algunos platos emblemáticos, muy míos, se repiten en casi todos. Platos que no he encumbrado yo, sino los comensales que los piden. Entre ellos estarían la ensalada de bogavante, el arroz con carabineros, la torrija, el corte de foie…
¿Qué les has hecho al foie y a la torrija?
Desde que empecé, sufría cuando sacábamos un foie y nos pedían pan para untarlo, porque se estaban perdiendo casi todo lo que yo tenía en mi cabeza. Entendí que había que sacarlo untado, pero no con unas tostadas. Y cuando, hace años, mi hijo me pidió un helado al corte, me dio la idea de sustituir aquel helado por foie y, además, vincularlo al pato a la naranja que está en su historia. Creé un pan candeal, lo trituré y mezclé con zumo de naranja haciendo como una teja crocante. Al colocarle el foie, resulta un bocado sabroso y maridado históricamente. Ese cariño es el que pongo en la cocina. Y mi torrija es casi más una leche frita, por su textura. Quise hacer un homenaje al pan y recordé cuando nuestros padres no nos dejaban tomar café porque nos poníamos nerviosos y éramos felices cuando mojábamos un bizcocho en el suyo. Por eso lleva una crema helada de café con leche.
Dime un plato del mar.
Se puede cocinar por disociación o por asociación. La disociación juega a casar sabores diferentes que contrasten, como un mar y monte. En la asociación, yo digo que ‘el animalito está en su hábitat’. Por ejemplo, un cordero al provenzal con su ragú de patatas, pimientos, espárragos y una crema fina de ajos con romero. Tampoco pierdo nunca de vista la cocina de los orígenes, y ¿qué hay más propio de mis orígenes cantábricos que un rape asado con refrito tradicional sobre txangurro a la donostiarra? Lo comí tanto de crío que me propuse hacer uno importante y meloso, sin olvidar que los tres mejores txangurros a la donostiarra son los de Berasategui, Elkano (en Guetaria) y Rekondo.
En 1987 empezabas con Berasategui, y también fue el primer año en que un restaurante español se alzaba con tres estrellas Michelin. Se llamaba Zalacaín y ahora estás al timón. ¿Qué necesitaba para resurgir?
Zalacaín cumplirá 50 años en 2023, su equipo es extraordinario y la mayor parte de su plantilla anterior permanece, incluyendo a Jorge Losa como jefe de cocina, que lleva 25 años; Roberto Jiménez como maître, que lleva 38 años, y el sumiller Raúl Revilla, que es el heredero natural del legendario Custodio, con quien trabajó 25 años. Todos son grandísimos profesionales y solo necesitaban que alguien les diera cariño, confianza y tranquilidad, porque Zalacaín ya había cambiado de rumbo dos veces. Alguien que hablase su mismo idioma, lo que yo puedo hacer gracias a haber tocado las mejores etapas de la gastronomía. Zalacaín tiene esa esencia vasco-navarra que marcaron sus fundadores, los Oyarbide. Y yo la comparto, igual que el tinte afrancesado del chef Benjamín Urdiáin que se formaba en Francia como hice yo. En todo eso coincido, hablo el mismo idioma y el equipo ve mis aportaciones con buenos ojos.
Qué debe plantearse un joven que vea tu éxito y quiera dedicarse a la cocina?
A veces ves la vida de alguien y la quieres, pero no quieres su esfuerzo ni pasar por todo lo que ha pasado. La explosión mediática ha sido muy importante. Yo mismo llevo 25 años en televisión (Canal Cocina), pero si quieren llegar a ser monstruos como Martín Berasategui o Joan Roca, que se pregunten: ‘¿Esto me gusta de verdad?’, ‘¿Soy capaz de acometer cualquier esfuerzo para llegar a dedicarme a esto y ser feliz?’. Algunos jóvenes, tras la pandemia, vieron lo exigente de este oficio y se desviaron a otras actividades profesionales porque no querían perderse los fines de semana libres. Tampoco el área formativa estuvo a la altura cuando llegó el boom, y el caso es que ahora no hay suficientes profesionales para la demanda actual. Son importantes la constancia, el criterio que aporta la formación y una gran dosis de humildad: tú no puedes ser más importante que el cliente ni que el reto que te marques.
«Las modas son modas, pero dejan un poso positivo. Por ejemplo, si una esferificación encaja en un plato, ¿por qué no aplicarla? Otra cosa es que se llegaran a hacer esferificaciones hasta para el café, y eso ya cansa».
¿Has cambiado muchas cosas?
Había platos excelsos que no se pueden tocar porque son maravillosos. A otros les venía bien cierta actualización, y estoy muy satisfecho de algunas incorporaciones porque la gente cree que llevan toda la vida en Zalacaín. Eso es un exitazo. Por ejemplo, una liebre a la Royal con pastel de patata y trufa que está al nivel de la de Robuchon. O el solomillo Wellington, que parece que ha estado en Zalacaín desde siempre. Solo los habían hecho dos veces antes, pero conecta con esa gastronomía palaciega, histórica, que es la esencia de Zalacaín.
¿Hay alguna verdad en las innovaciones técnicas más llamativas y en las modas gastronómicas?
Las modas son modas, pero dejan un poso positivo. Por ejemplo, si una esferificación encaja en un plato, ¿por qué no aplicarla? Otra cosa es que se llegaran a hacer esferificaciones hasta para el café, y eso ya cansa. Siempre ha habido inventos en la gastronomía. Para mí, un inventor es el que hizo la primera bechamel, el que se puso a curar un jamón o hizo las patatas suflé. Muchos inventos se basaron en la necesidad: las salazones, para conservar cuando no había neveras; el steak tartar, porque los jinetes ablandaban la carne bajo la silla de montar y luego la picaban. Los pescadores que salían a la mar con productos no perecederos: patata, pimientos y agua, se hacían un guisote con el atún o el bonito que pescaban que luego sería el marmitako. Esos son inventos de la cocina. Lo que hacemos después son adaptaciones. El sifón y la gaseosa llevaban tiempo inventados, pero Ferran Adrià tuvo la capacidad de aplicar eso a la gastronomía. Luego hay frivolidades como las llamadas ‘carnes alternativas’: cocodrilo, avestruz, canguro…, que pueden tener sentido en su país de origen, pero fuera de allí son esnobismos. Ahora bien, si un cliente me las pidiera, estaría obligado a ofrecerlas porque soy un forofo del sector servicios y se equivoca quien lo confunde con el servilismo. Si voy a comprarme una camisa y me atienden bien, felicito a esa persona por haber sido amable y profesional. Son valores que no abundan y me encantan porque ese es también mi sector.
¿Cómo te las arreglarías si viene un otoño tan complicado como el que se pronostica?
Cocinar con caviar y langosta es fácil porque siempre estará rico, pero un gran cocinero se nota en los guisos de muchas horas, que suelen estar asociados a productos humildes que no suelen faltar. Si llegara a fallar el abastecimiento de materias primas, tendremos que ser cocineros de patatas y verduras. Y esa verdadera cocina de kilómetro cero cobraría más sentido que nunca.