Kidsfluencers, los niños youtuber que conquistan Internet
Su edad no alcanza las dos cifras, pero sus seguidores en YouTube se cuentan por miles. Son famosos y millonarios, pero esa no es más que la cara amable de una profesión a la que aspiran miles de niños sin tanta suerte. Es entonces cuando aparecen el desánimo y la frustración, que se agravan cuando el intento de asaltar la fama ha costado tiempo, dinero… y dejar los estudios.
Hubo un tiempo en el que todos los niños querían ser astronautas, veterinarios, futbolistas o modelos. Profesiones revestidas de fama, dinero y fans. Tres elementos (u objetivos) que ahora parece más fácil que nunca alcanzar: basta con grabar, editar y publicar vídeos desde el dormitorio, con la esperanza de que los seguidores, y con ellos el dinero, comiencen a desfilar.
Desde el nacimiento de YouTube, allá por 2005, centenares de jóvenes -y no tan jóvenes- se han hecho, literalmente, millonarios por haber encontrado un producto audiovisual demandado por esa gran masa sin rostro que son los más de 1.900 millones de usuarios que disponen de una cuenta en esta plataforma, según datos aportados por la propia compañía. Consumen 1.000 millones de horas de vídeo cada día, en una plataforma plagada de publicidad cuyos ingresos se comparten con los usuarios que superen los 1.000 suscriptores en sus canales. Pero en una proporción que antaño se estimaba en 1 dólar por cada 1.000 reproducciones y que ahora, tras varios cambios en la forma de remunerar a los creadores (los usuarios que publican vídeos de forma regular), apenas serían un entre 22 céntimos y 3,5 dólares por cada 1.000 visitas diarias, según Social Blade.
En busca de la (improbable) fama
¿Es YouTube ahora el negocio que ha sido para El Rubius o PewDiePie, que facturan varios millones de dólares al año? Muchos niños siguen pensando que sí. Y eso marca su presente y su futuro: al salir de clase -los que todavía no las han abandonado para dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda de la emulación de estas estrellas digitales- invierten casi todo su tiempo libre en planificar, grabar, editar, publicar y gestionar vídeos para su canal, así como la consiguiente promoción en redes sociales. Un complejo entramado de actividades que a veces sale bien y otras no tan bien.
Algunos jóvenes dejan los estudios para dedicarse a grabar vídeos y luego no obtienen el éxito esperado. ¿Estamos creando una generación frustrada?
Si sale bien, como le ha sucedido a Ryan Kaji, podemos ver el caso de un niño que, con tan solo 8 años, factura 20 millones de dólares al año con algo tan sencillo como abrir cajas de juguetes. Si no sale bien, como es el caso de Nathan (QTiess), los padres habrán gastado miles de dólares en comprar juguetes que su hijo abría durante los vídeos… y a cambio han obtenido un pequeño puñado de seguidores y unos cientos de dólares de ingresos, además de la frustración que supone para un niño de escasa edad haber tenido todo a su alrededor apuntándole (cámaras, focos, edición) esperando de él algo que no ha logrado: forrarse gracias a YouTube.
Nunca fue tan cierto aquello de ‘juguetes rotos’. Porque cuando chavales de estas edades se dedican en cuerpo, alma e ilusión a conseguir un objetivo tan difícilmente alcanzable como la fama, sin lograrlo, pueden aparecer los verdaderos problemas más allá de las pérdidas económicas derivadas. “Cada niño es distinto, pero los trastornos más habituales son los relacionados con la ansiedad, y más teniendo en cuenta que las expectativas de éxito pueden ir asociadas a su autoestima, dado que actualmente es la moda”, asegura el psicólogo Álvaro Ruiz Ortega.
Triunfar tampoco es la solución
Es difícil hacer comprender a niños y niñas, y a preadolescentes, que el hecho de que sus iguales hayan conseguido miles de seguidores y facturen importantes cantidades quizás tiene más que ver con la suerte que con el talento. Aunque todo sume.
Por otro lado, hasta puede ser contraproducente triunfar en YouTube, especialmente a esas edades. Un caso paradigmático es el de El Rubius, el youtuber más popular que se rompió en directo durante un programa de televisión cuando contó lo que sucede cuando se apagan los focos: soledad, tristeza y monotonía que quedan ocultas tras cifras de seguidores, likes y clics. “A pesar de tener amigos virtuales y fans en su día a día, no tienen a nadie que los conozca realmente, debajo de su máscara social-virtual”, explica el psicólogo. “Esto, por un lado, provoca malestar por soledad y, por otro, sentir que se pasan la vida intentando ser algo que no son. Al final, la identidad personal acaba trastocada”, apunta. Quizás lo más sencillo sea recuperar aquellos inocentes años 2000 en los que quienes subían contenidos a Internet lo hacían por puro placer, y no por seducir a millones de desconocidos con la esperanza de forrarse en poco tiempo.
Por Miguel Ángel Ossorio Vega