La triste realidad detrás de la industria de los certificados de sostenibilidad
Cuando la sostenibilidad se empezó a entender como un negocio le siguieron las certificaciones. En la actualidad, el Índice de etiquetas ecológicas voluntarias enumera cerca de 500 en 199 países diferentes, un volumen casi inabarcable que está logrando lo contrario a lo que en su día se buscaba. Así, esa proliferación masiva ha desvirtuado tanto su validez como la confianza que los consumidores depositan en ella. Y, por desgracia, en muchas ocasiones esa desconfianza está más que justificada.
Empiece por el sector textil. Las firmas dedicadas a dicha industria se encuentran entre las más contaminantes del planeta. De hecho, se les atribuye el 20% de la contaminación mundial del agua, por el elevado número de químicos que utilizan. También están detrás de algunas de las prácticas de explotación laboral más terribles que todavía se practican. En especial, para la recolección del algodón que en algunos lugares de China realiza el pueblo de los uigures, una minoría oprimida por el estado chino que son tratados casi como esclavos. Ambos hechos unidos, tanto la contaminación como las malas condiciones en el empleo, llevó a que las compañías decidiesen incorporar de forma proactiva la sostenibilidad como parte de su política de Responsabilidad Corporativa (RSC).
La proliferación masiva ha desvirtuado tanto su validez como la confianza que los consumidores depositan en ella
Una necesidad siempre es una oportunidad de negocio. Y en este caso no iba a ser menos. La búsqueda de certificaciones por las empresas del sector textil ha impulsado que el número de etiquetas verdes en la actualidad sobrepase el centenar. Pero obviamente muchas de ellas no pasan de ser papel mojado o un conjunto de buenas intenciones que no se concretan. Es el caso, por ejemplo, de la iniciativa Better Cotton Initiative (BCI), uno de los estándares más importantes a nivel mundial. En concreto, cubre a cerca de 3.000 empresas, muchas de ellas de reconocido prestigio como Inditex o H&M y, en principio, se encarga de estudiar todo el entramado de la cadena de suministro.
Pero su utilización está teniendo muy pocos efectos. Así, por ejemplo, la etiqueta permite el uso de productos químicos tóxicos, semillas de algodón genéticamente modificadas (que es un problema para los agricultores tradicionales más pobres) y no aclara realmente las condiciones laborales y de vida de la mano de obra detrás de su recolección. Una de las excusas más utilizadas es que es casi imposible seguir la pista a cada productor que se subcontrata por empresas que, a su vez, están subcontratadas. Pero la realidad es que pese a ser una de las grandes certificaciones a nivel mundial no consigue su objetivo.
DE LOS QUE NOS PONEMOS A LO QUE COMEMOS
Si para los consumidores es importante saber acerca de la procedencia de aquello que se ponen, lo es todavía más con lo que comen. Hace años, McDonald’s se enfrentó a problemas importantes de imagen por los productos marinos que ofertaba, en especial, la merluza y el pescado hoki. En concreto, el tipo de pesca que utilizaba la compañía en las aguas de Nueva Zelanda era muy criticada por su método de arrastre que implica un alto nivel de descarte de las especies que quedaban atrapadas en las redes, según distintos estudios como el de McGrath efectuado en 2016.
Pero la pregunta es: ¿Cambió McDonald’s sus productos o su tipo de pesca para ser más sostenible? La respuesta es que no. Simplemente empezó a utilizar la etiqueta Marine Stewardship Council (MSC), lo que le sirvió para “desviar las críticas”, según explicaba el informe La falsa promesa de la certificación realizado por la Fundación Changing Markets. Y es que la pesca intensiva es otro de los grandes problemas con los que ha chocado el planeta y ante los que los certificados hacen poco o muy poco. El MSC es uno, pero otro muy usado habitualmente es el FOS (Friend of the sea), aunque tanto uno como no otro parecen no conseguir sus objetivos.
“Se descubrió que MSC y FOS estaban certificando numerosas pesquerías como sostenibles, incluso cuando pescaban en exceso, tenían niveles muy altos de captura accidental y, en algunos casos, incluso estaban en desacuerdo con la legislación nacional”, señala en su informe Changing Markets. Más en concreto, algunas críticas al MSC implican que concede el certificado aun cuando los barcos utilizan prácticas de arrastre para pescar el atún incluyendo especies protegidas. “Una práctica que es insostenible y por lo tanto no certificada”, se explica en el informe. “La creciente demanda de productos del mar sostenibles y el deseo de satisfacerla amenazan activamente la credibilidad del MSC, ya que no hay suficientes pesquerías verdaderamente sostenibles para satisfacer la demanda”, se concluye.
Otro de los problemas en cuanto a la alimentación es el uso abusivo del aceite de palma y sus prácticas para obtenerlo. Y obviamente tiene detrás una industria de certificaciones que es de dudosa reputación y, lo más importante, efecto. En primer lugar, porque la mayor parte del cultivo de aceite de palma se centra en áreas tropicales, lo que le hace competir en tierras con las selvas tropicales. Eso implica que los agricultores estén detrás de una parte muy importante de la deforestación, vía incendios o talándola directamente, de estas regiones, lo que implica además una gran pérdida de biodiversidad. Indonesia y Malasia representan el 85% de la producción mundial y pese a las continuas certificaciones en los propios países o de un gran número de empresas ocupan la segunda posición en deforestación en el mundo.
En definitiva, que esas certificaciones hacen poco o nada para garantizar la sostenibilidad en los productos que utilizan aceite de palma. Eso mismo ocurre con los certificados de CO2 que obtienen, con notas muy altas, desde petroleras a aerolíneas. También la pesca o el sector textil. Al final, la proliferación de certificaciones no es más que otro modo de hacer negocio para intentar vender más productos a unos consumidores que, sin embargo, han empezado a darse cuenta del engaño.