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Matar al mensajero

Miguel Angel Gomez| 16 de enero de 2023

El periodista estadounidense de investigación, Gary Webb, analizó en su serie Alianza Oscura (Dark Alliance) los orígenes del comercio de cocaína en Los Ángeles. Webb exponía en ella que los miembros de la Contra (Resistencia nicaragüense insurgente) habían tenido un papel esencial en la creación de este contrabando, y que habían utilizado sus ganancias para financiar la lucha contra el Gobierno de Nicaragua. Y todo ello con el posible conocimiento y la protección de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana.

La serie provocó indignación y fue muy controvertida. El caso es que Los Angeles Times y otros periódicos importantes refutaron sus artículos sin entrar a examinar las alegaciones sobre la CIA y la Contra. El propio Webb se vio obligado a dimitir del San Jose Mercury News después de que su editor ejecutivo se posicionase también en contra.

Y es que la presión que se ejerce sobre los medios de comunicación es de tal magnitud que el ideal de que el periodismo nos haga conocedores de la verdad parece herido de muerte. La caída de ingresos ha hecho que muchos medios sean cada vez más dependientes de sus anunciantes, lo que puede influir en qué temas conviene (o no) abordar. Y esto en un entorno en el que el poder político intenta controlar a la prensa hasta límites desconocidos.

Este año 2023 (en el que se celebrarán elecciones generales, autonómicas y municipales), el Gobierno de España, convertido ya en el mayor anunciante del país según datos de la Plataforma de Contratación del Sector Público, prepara una cifra récord de gasto en publicidad institucional. Cuantiosas campañas de propaganda que vendrán a sumarse a los millones de los fondos europeos con los que se ‘regará’ al personal y que hasta ahora se habían repartido a cuentagotas.

Imagine una manguera que se ha retorcido voluntariamente, bloqueando su caudal, y que se libera en el momento oportuno. La dinámica de amoldar voluntades accionando ciertos engranajes es tan antigua como la tentación de  ‘matar al mensajero’ cuando nos disgustan las noticias que nos trae. Y aunque el empeño en atacar a periodistas (y medios) con gran influencia y trayectoria para menoscabar su reputación se está contagiando de forma preocupante, estamos ante un año en el que el periodismo tendrá que dar un paso adelante y cumplir con el cometido para el que fue inventado: informar. Nos va mucho a todos en ello.

Uno de los pilares de la democracia es la independencia de sus medios de comunicación, así como la posibilidad de que sus ciudadanos puedan acceder a comunicadores tan absolutamente libres como ideológicamente distintos (porque no dejan de ser humanos), para luego poder elegir lo que a cada uno más les convenza. Cuantos más haya y más distintos sean, mejor. Pero dudar de la integridad de periodistas como Ana Rosa Quintana, Vicente Vallés, Iñaki Gabilondo, Pedro J. Ramírez, Sandra Golpe o Susanna Griso (por poner ejemplos de periodistas que, siendo ideológicamente distintos, han protagonizado páginas de Influencers) para menoscabar su reputación, ¿a dónde nos lleva? ¿Nos informamos entonces por lo que nos muestre el algoritmo de Google, que selecciona los contenidos que nos ofrece en función del rastro que hemos dejado en nuestra huella digital? ¿O lo hacemos en el vertedero en el que se han convertido las redes sociales, acaso el máximo exponente en la difusión de odio y bulos? ¿O quizás en el BOE?

Webb fue encontrado muerto en su casa de Carmichael (California), el 10 de diciembre de 2004, con dos heridas de bala en la cabeza. Aunque el forense encargado del caso determinó que había sido un suicidio (vaya usted a saber), esas dos balas no solo habían acabado con la vida del periodista, sino que podrían simbolizar también la ejecución del periodismo libre ante la complicidad de una inmensa mayoría.

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