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Panamá, un ecosistema en torno a un canal

Redaccion| 30 de julio de 2021

Desconocido para la mayoría del turismo internacional, tan condicionado por los tópicos como el resto de los países de su entorno, si bien en su caso es su skyline de rascacielos indómitos y su flexible política bancaria la que marca su sello, Panamá es unos de los países más interesantes que pueden visitarse en Centroamérica.

Oscurecida por ese brillo urbano y por la innegable dependencia del Canal, a menudo olvidamos que Panamá, debido a su posición entre el Atlántico y el Pacífico, posee una maravillosa diversidad forestal y animal, y que este estrecho país alberga el volcán de Barú, de 3.475 metros de altura. Es posible ascender a pie hasta la cima y divisar, mientras tanto, las fincas en las que se cultivan café y plátanos, para dejar atrás esas pequeñas fincas y sus ranchos y atravesar la reserva forestal Fortuna. Esta reserva abarca casi 20.000 hectáreas de la cordillera Central panameña y le otorga al país el título de una de las zonas del trópico con mayor diversidad biológica del bosque húmedo.

Los bosques cubren un 40% de la superficie de Panamá

PanamáComo muy bien sabían los constructores del Canal de Panamá, una de las empresas más ambiciosas y que con mayor habilidad desafiaron el ingenio humano, la selva en el país es pertinaz y crece de la noche a la mañana. Pese a la progresiva deforestación, los bosques cubren un 40% de la superficie de Panamá y tienden a recuperar lo que es suyo.

Hay lugares, como Boquete, en la vertiente del Pacífico, donde el suave clima y la altitud le han conferido una fama casi mítica: además del turismo de aventura, centenares de jubilados estadounidenses se han establecido en la zona atraídos por las condiciones y la calidad de vida. El turista que busca la playa encontrará en Bocas un destino de aguas turquesas y arenas blancas, donde se cumplirán todos los sueños de quien ansía una estancia en el paraíso.

Pero, ya en la capital, en Panamá City, toda esta cambiante riqueza se entiende mejor si visitamos el Biomuseo, la única obra del arquitecto Frank Gehry en América Latina (su esposa es panameña, y dicen que ayudó a convencerle para crear este museo). En un momento de una sensibilidad tan alta respecto a la biodiversidad y la sostenibilidad, esta es una visita que contextualiza el mimo del país, donde hay centenares de especies que no han sido catalogadas aún, por la preservación de esta seña de identidad. Profusamente colorido en su exterior -rojo, amarillo, azul- y sobrio y gris en su interior, es de una sorprendente y obligada visita.

Tras verlo puede resultar aún más sorprendente la otra visita que no deberíamos perdernos, la del Canal de Panamá. Esa obra de dimensiones difícilmente calculables, que desafió la mente humana (varios equipos internacionales, vencidos por las dificultades técnicas, las epidemias transmitidas por los mosquitos y la insaciable naturaleza, abandonaron el proyecto) finalizó en 1914 y acortó la ruta marítima entre el Atlántico y el Pacífico, que antes debía pasar por el Cabo de Hornos y el Estrecho de Magallanes, o que se realizaba por tierra, a lomo de mula, para salvar el istmo. El orgullo que sienten por él está bien justificado y resulta contagioso al ver cómo se pone en funcionamiento el juego de esclusas y calcular lo complicado del proceso. Asociada al canal, Panamá conserva una interesante historia vinculada a la creación del ferrocarril y a la fiebre del oro que merece la pena rastrear.

Panamá

En realidad, la idea de crear una vía de comunicación entre los dos océanos es casi tan antigua como la fundación de la ciudad Panamá la Vieja, la ciudad originaria que fundaron los españoles en 1519 y que se encuentra a menos de 15 kilómetros de la ciudad actual: de aquel asentamiento quedan ahora unos cuantos muros en ruinas, devorados por la vegetación y la torre de la iglesia original. Cuando el pirata Morgan la asedió en el siglo XVII, fue casi completamente destruida, en parte por el ataque y en parte porque los habitantes incendiaron en polvorín para que no cayera en manos ni corsarias ni inglesas. Un paseo por esas huellas fantasmagóricas recuerdan lo largo y sangriento que fue convertir este hermoso lugar en una ciudad habitable.

La ciudad colonial de Panamá está menos intervenida que otras, aún mantiene rincones con un maravilloso encanto y puertas con tonalidades imposibles

Tras este ataque, traumático y terrible, la ciudad se refundó en 1673, en lo que ahora se llama el Casco Antiguo o el Barrio
Colonial. El lugar fue escogido con extremo cuidado para evitar los ataques por mar y reforzado por una muralla que aún hoy se conserva. En realidad, hasta 1904, con el inicio de la construcción del Canal, la capital consistía en esta pequeña ciudadela que no posee números en los portales, sino direcciones y orientaciones vagas, y que está siendo pacientemente restaurada, al estilo de otras ciudades coloniales de la zona. Menos intervenida que otras, como Cartagena de Indias o La Habana, mantiene rincones con un maravilloso encanto, muros cubiertos de flores de colores y puertas con tonalidades imposibles.

A diferencia de otros lugares de la ciudad, en la que prácticamente no hay espacio para el peatón y en que el coche resulta obligado, el Casco Antiguo invita al paseo. Muchas veces se puede escuchar la música de algún artista callejero, y cualquiera de sus plazas (la del V Centenario, la de Herrera o la de Bolívar) parecen hechas para sentarse y comer un sancocho, el plato nacional, acompañado por unos patacones de plátano verde. El pescado es también recomendable, rebozado o en ceviche. Si el hambre no es tanta, una chicha de maíz o de fruta, o un guarapo -el jugo de la caña de azúcar- son una de las muchas bebidas que se pueden comprar en los puestos callejeros.

Pese a su nombre, esta zona conserva muy pocos edificios antiguos en buen estado. Uno de ellos es la Iglesia de la Merced, de la que cuenta la tradición que fue trasladada piedra a piedra desde la ciudad original. Sea como sea, esta pieza barroca, junto con la iglesia de San José, son de las pocas que siguen en pie; las casas se construían con madera, y los incendios y el tiempo han arrasado parte del pasado. Otra excepción es el Teatro Nacional, obra del arquitecto italiano Genaro Ruggieri, un elegante edificio neoclásico de 1908.

El final perfecto a un día iniciado en el Casco Antiguo finaliza en el Malecón, donde aún quedan los restos de las murallas, abiertas sobre el Pacífico. Aunque no tan bonito como podría ser (el paisaje se ve atravesado por la carretera nueva, que se sostiene sobre una serie de pilares a ras de agua) es casi un ritual ver la puesta de sol allí antes de regresar a la ciudad nueva.

Por supuesto, el Casco Antiguo ofrece la mejor variedad de pequeñas tiendecitas locales, aunque si de compras se trata, los grandes centros comerciales del centro están bien surtidos de marcas internacionales. No obstante, las joyas de plata o el típico sombrero panamá deben comprarse allí y nunca en tiendas para turistas. Si son auténticos, serán caros, y se especificará que se han hecho a mano. El toque de elegancia y gracia que otorgan a quien lo lleva, sea hombre o mujer, justifica el precio.

El emblema actual de Panamá es la F&F Tower, The Revolution Tower o sencillamente ‘El Tornillo’, con una altura de 232,7 metros que se retuercen sobre sí mismos en un giro espectacular

Pero si algo ofrece la ciudad de Panamá es un catálogo deslumbrante de arquitectura moderna: la impronta norteamericana, que ocupó el país por casi un siglo, dejó huellas por doquier, y en las últimas décadas los rascacielos han llevado a competir a la ciudad con otras como Miami e incluso con los diminutos reinos árabes. Las edificaciones bajas, pensadas para que el aire circulara, dejaron paso a torres de hasta 200 metros de altura, donde el aire acondicionado (una obsesión nacional) permite que el cristal y el acero de las superficies no conviertan las habitaciones en hornos.

El emblema actual de Panamá es, de hecho, uno de ellos, finalizado en 2011, la F&F Tower, The Revolution Tower o sencillamente ‘El Tornillo’, con una altura de 232,7 metros que se retuercen sobre sí mismos en un giro espectacular. Visible desde casi cualquier calle, se ha convertido en el más reconocible de todos los edificios y en un símbolo de lo que distingue al país del resto de los de su entorno: su imbatible poder en lo económico y la construcción de estructuras imposibles.

También de ese año es el JW Marriott Panamá, un hotel y casino de 287 metros. De hecho, es uno de los mejores lugares para observar el skyline. Pero no importa dónde se mire: desde el Cerro Ancón o la Cinta costera puede apreciarse el impresionante perfil de la ciudad. Un ejercicio de decidida voluntad frente al clima, las adversidades, la orografía y el dominio de potencias extranjeras.

Panamá corre escaso riesgo de convertirse en un destino turístico masivo; ni lo pretende, ni lo necesita. Pero no dejen de descubrirlo si desean experimentar esa combinación entre la naturaleza, la modernidad más deslumbrante, el pasado colonial y los negocios. Un destino que nada tiene que ver con el Caribe más típico y que al mismo tiempo preserva todas las señas de identidad de Centroamérica.

Texto y fotos: Espido Freire

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