Texto: Espido Freire
Fotos: Nika Jiménez
Si por alguna razón solo pudieran realizar un viaje en su vida, un viaje inolvidable, que les dejara el mismo efecto en su alma que el que los viajeros del siglo XIX narraban en sus crónicas, y me preguntaran en mi opinión cuál debería ser les contestaría, sin dudar: vayan al confín del mundo, allí donde acaba América y comienza la Antártida, cojan un barco y piérdanse por unos días.
Hace casi veinte años realicé ese viaje, y me acompañó en la memoria como un recuerdo feliz y casi increíble: la quietud del Pacífico, el rumor extraño, modificado por el hielo, del aire que rodea los glaciares, los leones marinos y los pingüinos magallánicos, la belleza fosilizada de los bosques y la sensación que debieron experimentar los primeros descubridores: Magallanes, y luego Drake, y luego Darwin, y Agostini. He escrito sobre esas escenas en poemas, artículos y en mi última novela: algunas de esas imágenes aparecían ante mí cuando quería transmitir la inmensidad, la idea de infinito o el veneno que se filtra en las venas del viajero y no le permiten volver.
Han tenido que pasar dos décadas para que regresara a esas latitudes: el mundo se ha transformado en esos veinte años, yo misma no soy la que fui: pero para esas montañas y esos hielos ni siquiera ha sido un parpadeo. Y tampoco ha variado mi fascinación, ni mi opinión: este es, sin duda, un viaje de viajes.

Espido Freire a los pies del Glaciar Pía
Pueden partir desde Ushuaia, una bonita ciudad argentina, alpina y coqueta, o desde Punta Arenas, más terrenal y árida. Ambas localidades, argentina y chilena, compiten por ser la que se encuentra más al sur del planeta. De alguna manera, las dos lo están. Pueden también escoger entre una semana de viaje o algo menos. Dos barcos, el Stella Australis y el Ventus Australis, realizan las rutas en sentidos contrarios, y se cruzan en alguno de los puntos de la navegación. En mi primer viaje partí de Chile. En el segundo, de Argentina. Los lugares que se visitan son los mismos, en diferente orden.
La isla del Cabo de Hornos, con su faro aislado en la nada, es uno de ellos: allí vive una familia solitaria, entre los prados surcados por pasarelas: cuidan del faro y de la frontera, como los albatros. Después, en barco, se doblará ese mismo Cabo, con todos los ecos literarios y legendarios que ese punto tenía para los marinos… y para los lectores. Y a partir de ahí, tras los inmensos ventanales que hay en cada camarote y en las zonas comunes, recorreremos el Canal Beagle y la avenida de los Glaciares, las bahías y los fiordos.

Isla Cabo de Hornos
Algo extraño ocurre allí, tras esas ventanas: los paisajes recuerdan a lugares muy remotos. De pronto creemos estar en Suiza, y esa misma tarde, en Noruega. Regresamos a la Pampa, atisbamos la Tierra del Fuego, que intrigaba a los españoles por la profusión de hogueras, y luego a los Alpes. Algunos escenarios evocan lo ya visto, pero de una manera diferente. Otros parajes solo los hemos contemplado en sueños. En el esponjoso silencio que se produce cuando no hay ni cobertura móvil, ni teléfonos, ni televisiones, el tiempo transcurre a otro ritmo. Durante la agradecida desconexión que se da cuando no llegan noticias del exterior ni otra cosa que no sean las montañas, el mar y la compañía de otros viajeros, hay tiempo para pensar, para tomar decisiones, y para recobrar afectos. Es, a mi juicio, el viaje perfecto para que nos acompañe alguien amado con quien casi no hagan falta palabras. La belleza de lo que nos rodea sustituye a cualquier frase rebuscada.
En cada uno de los puntos de desembarco los guías acompañan a los viajeros en las zodiacs que nos acercan a tierra… o a los glaciares. A quienes les guste el ejercicio, la montaña y las excursiones con cierta dificultad física podrán subir cumbres y acceder a cascadas complicadas. Quienes deseen un paseo más tranquilo, con información sobre naturaleza, o historia, podrán quedarse en las bahías o en las playas, a su ritmo. O sentarse, en silencio, mientras sonidos cada vez más sutiles se convierten en conocidos.
Porque no hay hoteles, ni haciendas, ni población humana dentro del parque natural que el barco recorre; cada uno de los desembarcos requiere un permiso que la compañía de cruceros Australis ha obtenido en exclusiva. Eso hace que esta tierra parezca muy joven, casi tan abrupta como hace quinientos años. A algunos granjeros croatas que probaron a instalarse aquí en el siglo XIX el clima y las dificultades los expulsaron hace tiempo. Los misioneros desistieron, o fueron masacrados. Los indios yamanás, que caminaban desnudos, cubiertos de grasa y con extraños rituales secretos de iniciación que se mantuvieron ocultos a ojos extraños, sabían que la agricultura no tenía sentido en una latitud y en un suelo así: capas de humus, traicioneras como las arenas movedizas, permiten que sobre ellas crezcan arbustos de bayas y hongos comestibles. El calafate, esa pequeña baya que tiñe, cicatriza e impermeabiliza, es uno de los emblemas de la zona. Los simpáticos y pequeños pingüinos, otra.

Pingüinos en Isla Magdalena
Habrá ocasión de observar a perezosos leones marinos en las rocas cercanas a Cabo de Hornos, todo tipo de aves y de insectos multicolores y desconocidos; pero para ver pingüinos desembarcamos en la isla Magdalena, donde anidan las parejas, y donde devuelven sin timidez la mirada a los viajeros. La isla es de ellos, en los caminos poseen derecho de paso, y su curiosidad les lleva a observar a los humanos muy de cerca, con sus baberitos blancos y las rayas que los individualizan; de esa misma manera, sin miedo, contaba Magallanes que se acercaban a sus marineros hace cinco siglos esos gansos torpes, que él describió por primera vez.
Los viajeros aprenderán que cada glaciar tiene una personalidad e incluso un carácter. Mi predilecto, Pía, crece y retrocede de manera caprichosa, y a veces se desprende de parte de sus grietas azules, que vierte en el mar. El rastro blanquecino que deja ese hielo en el agua se llama leche glaciar, y se debe a los minerales y a los restos que durante miles de años ha capturado. Garibaldi, en cambio, resulta impresionante, compacto, chato y fuerte. Es uno de los tres glaciares de esa zona que continúa creciendo pese al cambio climático. El glaciar Águila se presenta con engañosa facilidad, al final de una bahía. Es el más sociable de los cuatro que visitamos. Y al Cóndor lo enfrentamos, cara a cara, en las zódiacs, como si fuera un gigante dormido de los que tantas historias contaban los nórdicos, y desagua en cascadas que le permiten soportar la presión interna.
Tras pasearnos sobre el aliento gélido del glaciar dormido, nos espera chocolate caliente y whisky, para quien lo prefiera. Las comidas a bordo emplean ingredientes locales, y son exquisitas. Los vinos se escogen también entre los de la zona, y como hay barra libre, asoman con frecuencia los pisco sour y los calafate sour. En un esfuerzo de sostenibilidad, cada viajero recibe una cantimplora, que puede llenar en las fuentes de agua, no se usa plástico a bordo, y no se permite dejar el menor rastro de nuestro paso en tierra ni mar. Aunque se realizan mediciones controladas para ayudar a los científicos que estudian la zona, no se pueden recoger conchas, ni piedras, ni otros recuerdos.

Vistas de la bahía Wulaia
Durante las pausas de café y té los viajeros leen libros prestados de la biblioteca del barco, o asisten a las conferencias en las que de nuevo aparecen los nombres que inmortalizaron la Patagonia y la Antártida: Magallanes, Américo Vespucio, Shackelton, Scott, Admunsen. Los primeros buscaban pasos ocultos, o especias, o la Ciudad de los Césares, una especie de El Dorado que perduró por siglos en la imaginación. Los siguientes, el conocimiento, o la gloria.
¿Qué busca el viajero que ahora embarca en ese crucero, en el Ventus Australis? Muchos de ellos son expertos turistas, que han recorrido otras tierras y que desean algo único: amantes de la naturaleza, de la gastronomía, de los límites últimos. Son personas que desean ver aquello que se ha reservado a muy pocos, que han crecido con las historias de los mares del sur, de los límites conquistados, y que, a su manera, en nuestro siglo, desean entender mejor por qué el ser humano va más allá, explora, busca, pregunta. Son más amantes de las experiencias que de los objetos, del recuerdo que de los souvenirs, de lo exclusivo más que de lo común.
En mi memoria, cuando visitaba uno de los glaciares, se produjo un desprendimiento de hielo. El sonido y su movimiento en el agua me hechizó de tal manera que antes de saber que repetiría este viaje lo incluí en los recuerdos de la protagonista de mi última novela; para ella, ese hielo azul desmenuzado es el símbolo de cómo su vida cambió y se convirtió en algo más frágil, movedizo. Para mí sigue representando uno de los momentos de felicidad más pura que he experimentado, el miedo y la fascinación que los niños sienten ante algo nuevo y enorme, lo más cercano que me sentiré a ese sentimiento de sorpresa y de deslumbramiento de los primeros exploradores. He hablado de ello incansablemente, porque sería egoísta quedarme con toda esa belleza, con toda esa emoción, con ese viaje únicamente para mí y para mis páginas. Vayan al confín del mundo y encuéntrense por unos días.
Imagen destacada: Glaciar Águila visto desde el barco Ventus Australis.
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