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Antonio Najarro revoluciona la danza

Miguel Angel Gomez| 17 de marzo de 2024

España tiene la fortuna de contar con coreógrafos y bailarines de talla mundial: María Pagés, Sara Baras, Lucía Lacarra, Tamara Rojo, Nacho Duato, Manuel Liñán, Eduardo Guerrero… pero, en lo que a danza española se refiere, emerge con una excelsa proyección internacional Antonio Najarro, para reivindicar, como ya dijo su admirado Antonio Gades, que “todo el mundo tiene derecho a danzar”.

Antonio Najarro (Madrid, 1975) es bailarín y coreógrafo, pero no uno cualquiera, sino uno de los más importantes que ha dado nuestro país. El pequeño Toñín (así le llamaban en casa) era un niño extremadamente tímido. Criado en Arturo Soria, en la capital, solo se sentía cómodo en compañía de su entorno más cercano. Pero, aunque le costaba mirar a los ojos a la gente, poseía una capacidad innata para dar rienda suelta a su imaginación.

“Me fijaba mucho en la estética: los físicos, la cara, el pelo de la gente…”, revela Antonio. Al ser de familia malagueña, cuando tenía solo 5 años le llevaron por primera vez a la Feria de Málaga que se celebra, cada año, en el mes de agosto. Aquel primer encuentro de Antonio con el folclore de la capital de la Costa del Sol devendría clave para lo que sucedió después. “Al año siguiente fui con mis primos, y ya me empezaron a enseñar las sevillanas, las malagueñas, los verdiales… me lanzaba a bailar como loco en la calle, a tocar las castañuelas y, aunque la gente me miraba, no me daba ningún tipo de vergüenza. Cuando tenía 7 años vino mi padre conmigo y alucinó. Entonces me apuntaron a una escuela de baile en Madrid, porque vieron que me desinhibía bailando. A partir de ahí, logré entrar en el Real Conservatorio Profesional de Danza Mariemma para estudiar la carrera”, recuerda.

Tener ese apoyo en casa no era muy común en aquellos años en los que los prejuicios dictaminaban que los niños debían jugar al fútbol en la calle y no pensar en bailar, pero Najarro encontró en casa el pilar que necesitaba para alumbrar al gran artista que llevaba dentro. No fue fácil, ya que para ello debía aplicarse seis horas por la mañana en el conservatorio y otras seis horas por la tarde en el Instituto Cervantes (Madrid), en unos cursos especiales que se impartían para bailarines en ese horario específico. “Al principio, en el instituto, estuve bastante mal en los momentos en los que a los bailarines nos mezclaban con otros chicos que venían a estudiar por la tarde. Ahí me insultaron y sentí el bullying, y mi hermano tuvo que defenderme en muchas ocasiones. Eso fue lo más complicado”, señala Najarro.

Pero su ilusión era demasiado fuerte como para dejarse doblegar por la hostilidad de aquel entorno. Más aún a medida que iba obteniendo buenas notas en el conservatorio (incluso una matrícula de honor cuando contaba solo con 13 años), logrando su primer contacto profesional cuando apenas tenía 15 años. “Me fui de gira dos meses con la Compañía Rafael Aguilar a un teatro increíble que montaban sobre un gran lago, en la ciudad de Bregenz (Austria), para la ópera Carmen. Una producción enorme para cuatro mil espectadores diarios en cuyo escenario pensé que me quería dedicar a esto porque, lo que allí sentía, no lo había sentido con ninguna otra cosa”.

Así comenzaba una trayectoria imparable para convertirse en uno de los bailarines y coreógrafos más influyentes de nuestro país. Repasamos con él, para los lectores de Influencers, los hitos más relevantes de este referente de nuestra cultura.

En 1997, solo un año después de que usted fuese solista invitado en la obra La Gitana, con el Ballet dell’Arena di Verona y bajo la dirección de la estrella absoluta Carla Fracci, ingresa en el Ballet Nacional de España (BNE). ¿Cómo lo recuerda?
El sueño de cualquier bailarín es entrar en el Ballet Nacional de España. Recuerdo que, de una audición de unas quinientas personas, entramos solo tres. En un principio tuve una mala experiencia, porque yo venía de ser primer bailarín de muchas compañías privadas que en aquel momento eran las más importantes y me permitían viajar por todo el mundo; y cuando entré, simplemente pertenecía al cuerpo de baile. De un equipo grande de más de cuarenta profesionales, yo entré como ‘el último mono’. Recuerdo que hicimos una gira de varios meses por Japón y no bailaba prácticamente nada. Las tres primeras semanas estuve a punto de entrar en una fuerte depresión porque me costó mucho adaptarme con solo 18 años a esa frialdad japonesa, con esa estética tan diferente. Recuerdo que era un ballet que se llamaba La gitanilla, y que yo salía de nazareno moviendo una cruz. Era lo único que hacía, cuando venía de bailarlo prácticamente todo. Pero en un momento de esa gira cambié el chip y empecé a fijarme en todo el engranaje técnico del Ballet Nacional. Me iba antes para ver cómo montaban los focos, las mesas de luces y de sonido, cómo ponían el suelo… Para mí era muy importante porque ya estaba pensando en tener una compañía propia y me enriqueció muchísimo.

¿Cuánto tiempo duró esta etapa y cuál fue el motivo de salir?
Creo que no llegué a los cuatro años y pasé por tres direcciones distintas. Con Aída Gómez, que fue la segunda dirección, ascendí a bailarín solista y a primer bailarín; además, integró una coreografía mía en el repertorio del BNE (yo tenía 24 años entonces y esto era algo muy inusual). Pero cuando cambió la dirección yo no me sentí muy identificado con la nueva y, como tenía muchas ganas de crear mi compañía, me lancé.

Crea entonces la Compañía Antonio Najarro, en 2002. ¿Cómo fue el comienzo?
Al principio había un poco de incredulidad por mi parte. Tenía mucho conocimiento artístico, poco conocimiento empresarial y una ambición sana: hacer una compañía grande a pesar de apenas tener más recursos que lo poco que pude ahorrar en el Ballet Nacional. Yo diseñé todo el vestuario del primer espectáculo y mi madre lo cosía. Me encargué de hacer los dosieres de prensa con mi escaso conocimiento de diseño gráfico y empecé a viajar para vender mi producto. Coreografié todo y fui personalmente a negociar con los distribuidores de los diferentes países. Al tiempo, seguía bailando y haciendo colaboraciones en otros sitios para poder seguir ingresando algo.

«Al principio tuve que ponerle la palabra ‘flamenco’ a mis espectáculos porque, si no, no me los compraban»

¿Y qué estilo adoptó su compañía?
Un estilo que antes no se conocía y que ahora empieza a conocerse un poco: la danza estilizada. Es un género donde hay mucha técnica de ballet clásico, de toque de castañuelas, de flamenco y es un compendio de varios estilos. Es un género mucho más complejo que el flamenco. Tuve que crear una idea comercial para vender mis espectáculos y los distribuidores me forzaban a incluir siempre la palabra ‘flamenco’ en el título, sin yo quererlo. Fíjate que para mi primer espectáculo, Tango Flamenco, llamé a once músicos que hacían un tango contemporáneo maravilloso y yo quería fusionarlo con la danza estilizada, pero tuve que ponerle la palabra ‘flamenco’ porque si no, no me lo compraban. En el segundo espectáculo fusioné con la danza oriental.

Tango Flamenco (2002), Flamencoriental (2006), Jazzing Flamenco (2008)… ¿Cuándo pudo abandonar ese ‘apellido’?
Pues después del tercer trabajo ya me conocían en muchos países y tenía un volumen de trabajo importante, entonces ya pude llamar a mis espectáculos como yo quería. Y así fue a partir del año 2011, con Suite Sevilla.

Ese mismo año, 2011, le nombraron director del Ballet Nacional de España. ¿Cómo lo recuerda?
En el año 2010 salieron por primera vez a concurso público las plazas de directores de las unidades que dependen del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música, que a su vez pende del Ministerio de Cultura. Hasta entonces, estos directores siempre habían sido elegidos a dedo por el ministro de Cultura. En este concurso, quien quisiera optar a alguna de estas direcciones tenía que presentar un proyecto, y me pareció muy interesante. Empecé a elaborar un proyecto mientras viajaba en aviones, trenes, autobuses… de lo que yo consideraba que debía ser el Ballet Nacional de España y los contenidos artísticos y la visibilidad que debía tener.

‘Bailando Sorolla’ del Ballet Nacional de España (c) David Palacín


Llama mucho la atención su proyecto Sorolla. ¿Cómo surge algo así?
Allá por 2015 tuve una demanda muy grande de todas las asociaciones de folclore español para que el BNE mostrase el folclor de España en sus espectáculos. Aunque a nivel artístico siempre busco la excelencia, tengo una visión comercial muy importante desde que formé mi empresa, y siempre que diseñaba un espectáculo para el Ballet Nacional tenía presente esa visión comercial: independientemente del país al que fuésemos, todos los públicos tenían que emocionarse con el contenido artístico de mis espectáculos. Y hacer algo así con el folclor me parecía dificilísimo, sobre todo, con el público joven. Entonces descubrí la colección Visión de España, de Sorolla, y vi mucho contenido de cuadros que definen muchas escenas de danzas españolas. Pensé que podíamos aunar la pintura española de Sorolla, que es un referente pictórico mundial, con la danza. Porque tenía claro lo que no iba a hacer: recrear bailes folclóricos del tipo “ahora van a bailar una jota con un cuadro de fondo donde se vea Aragón”… porque era muy previsible. Quería hacer algo diferente a través de la pintura de Sorolla. Fui en busca de Franco Dragone, que en aquel momento era director del Circo del Sol, a Bélgica (donde está su sede) y le convencí. Creó, a nivel conceptual, una caja con paredes, suelo y fondo blancos, con proyectores que proyectaban la pintura de Sorolla en ellos, y parecía que los bailarines estaban flotando dentro de las pinturas de Sorolla. Y en las telas de los trajes que llevaban los bailarines se imprimían digitalmente los dibujos originales de Sorolla. Por ejemplo, en el cuadro de los toreros, cada bailarín era como un torero de Sorolla. Conseguí que, aunando el Circo del Sol, Sorolla y el Ballet Nacional de España, se crease un espectáculo que funcionó muy bien, aun siendo el 80% del mismo folclore español.

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Fotos (c) Javier Naval

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